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Las hadas están mutando
Las princesas del ballet pierden su inocencia
Las hadas están mutando
La oscuridad vuelve a los cuentos, fábulas y leyendas. En puntas o a pie descalzo, y hasta con genitales traspuestos, los grandes clásicos del ballet visten contemporáneo para estar cada vez más en sus orígenes. Vuelven a ser ellos mismos. El Ballet Preljocaj trae a Sevilla su lectura fashion de Blancanieves vestida por Gaultier.
Por Edgar Alfonzo-Sierra
La sombra es la clave. "Un cuento de hadas es como un hogar tranquilo, pero en cuya puerta está escrito: ¡Ten cuidado! Todos tienen algo en común: princesas, brujos, parejas reales, príncipes, buenos y malos. Pero cada cuento de hadas tiene también algo totalmente propio, un punto oscuro donde pasa algo inexplicable". Así hablaba hace 10 años Mats Ek, coreógrafo sueco que ha trepanado el cráneo mismo del ballet con una trilogía de piezas, creadas en los ochenta, en las que Giselle es reclusa de un manicomio, La bella durmiente vive entre violencia y drogas, y El lago de los cisnes, tan grácil y femenino, está integrado por un pelotón de hombres.
Desde las dos últimas décadas del siglo pasado se acude a un comportamiento escénico que perturba los códigos narrativos, formales y técnicos con los que el discurso de los clásicos del ballet han sido conocidos. Las magias instituidas en su lenguaje han sido contradichas en los términos de los tiempos en curso y el cuento de hadas (o fábula o leyenda mítica) inspirador es hoy una zona comanche, problemática y tóxica, caldo de cultivo de otras especies mutantes. Y aunque sobreviven las anteriores, muchas hadas han ido perdiendo sus alas de libélula.
No perdamos de vista el entorno. Las realidades que se vienen yuxtaponiendo e interactúan desde el siglo pasado hasta hoy son complejas, diversas, críticas, altamente contrastantes, si no radicalizadas. Y en este estado general de las cosas, desorientado e inestable, asistimos a un conflicto interactivo de imágenes antiguas y contemporáneas que no debe ser desdicho, que es parte del sistema nervioso que nos compone y que lleva a nuevos resultados y crisis. Un conflicto de modelo kafkiano, mutante, que convierte a unas en otras: a partir de contornos menos notados de las viejas y aéreas líneas que definían o torneaban la realidad, se trazan efigies nuevas, a veces crueles y casi siempre raras.
Así el caso del ballet y de sus grandes obras. Por eso, ni Giselle, ni El lago de los cisnes, ni La bella durmiente, ni ninguno de sus títulos cardinales tienen una fecha de caducidad. La historia no caduca porque no es sólida ni inmóvil. Es historia porque vive aquí mismo alimentándose de un pasado que es constantemente incidido por un presente (tecnológico y científico, ideológico, artístico e investigativo) que lo redimensiona y cambia. De aquí que los grandes títulos del ballet no pueden mantenerse exclusivamente en la condición meramente formal (y probadamente idealizada) de sus orígenes, como Torres de Babel aisladas y extemporáneas.
Giselle invertida
Si bien la imagen de una legítima Giselle romántica de estreno en cualquier urbe tiene un doloroso –y necesario– sentido de contraste con el mundo actual, creadores con astuto sentido del momento lo advierten y lo evidencian en sus propios dispositivos escénicos con fines re-interpretativos que invierten la construcción de una obra tradicional y tocan o realzan otros de sus fondos posibles o menos manifiestos. En sí, las nuevas lecturas con todos sus gritos y a veces estridencias, son también un hecho intestino de la tradición, comparten con la institución clásica y son indisolubles a ella.
Ek lo tiene claro: "Tengo urgencia en contar historias. Todos somos portadores, mediadores y víctimas de una gran herencia cultural que incluye mitos, leyendas y cuentos de hadas. Pero nos son tan familiares que no reparamos en ellos. El acto de releerlos, de descubrir sus aspectos obvios, desmenuzarlos, saborearlos y recrearlos, es decir, tomárselos en serio, es para mí algo lleno de sentido". Su reinvención trasgresora de una Giselle loca ya tiene aires de clásico del siglo pasado y acaba de ser repuesta con éxito por el Ballet de la Ópera de Lyon. Con Ek coincide el británico Matthew Bourne, director del colectivo New Adventures y autor de una versión masculina y homosexual de El lago de los cisnes (anunciada al final del filme Billy Elliot, de Stephen Daldry, 2000), así como de un Cascanueces que entiende de conciencia social. Bourne, que ha adaptado a su danza Eduardo Manostijeras y acaba de estrenar su versión de El retrato de Dorian Gray, distingue a los grandes ballets por sus temas, para él sencillos, pero potentes y universales: "Crean extensos cimientos para el desarrollo de nuevas ideas y para que yo pueda crear mi propia versión del argumento, basada en los temas conocidos del original".
Esta práctica, aunque más tímida, ha tocado suelo español en, entre otros, Iker Gómez con La danza del cisne, una especie contemporánea de ballet en miniatura con música que alteraba sus referencias axiomáticas: El lago de los cisnes de Tchaikovsky y El cisne de Saint-Saens; Emilio Aragón con una Blancanieves en alianza con Tamara Rojo más apegada al códice que la novísima versión del francés Angelin Preljocaj, que con sus trajes de Jean Paul Gaultier llega esta temporada a Sevilla después de su paso por la Bienal de Lyon; el catalán anclado en Suiza Cisco Aznar que, desde el Centro Coreográfico Galego, propone una Giseliña gallega que actualmente gira por España y, entre otros, el catalán David Campos con su novísima La bella durmiente que promete multimedia y estructura cinematográfica, un poco en consonancia con la versión techno de Giselle presentada recientemente en España por Garry Stewart y el Australian Ballet, titulada simplemnte G.
El punto oscuro
No escapan los clásicos del ballet a una noción que los describe como “grandes relatos”, proyectos o utopías cuya finalidad fue legitimar, dar unidad y fundamentar las instituciones y las prácticas sociales y políticas, las legislaciones, las éticas, y las maneras de pensar. De ahí el uso, formas y atribuciones dados a posteriori a sus narraciones primigenias. Es así que, en casos, la mirada de los autores contemporáneos no ha sido más que la porfía por lograr la originalidad esencial de la pieza, una fidelidad mayor hacia la inspiración primera que animó su dramaturgia, la recuperación del punto oscuro que hipnotiza a Mats Ek.
Así aparece una suerte de método –aleatorio como la creación- que con intención, a su modo filológica, se aplica a estas grandes obras para reconstruirlas, fijarlas e interpretarlas según –eso sí- la sensibilidad actual que es más próxima a la de sus inicios: una especie de dramaturgia de las densas sombras que los clásicos ocultan, una vocación opuesta al cuento de hadas impreso en la cultura popular del siglo XX por Walt Disney, maquinaria que despojó a estos relatos de su tragedia genuina, su morbo, en fin, de la sombra que pretendían iluminar, comprender o sencillamente padecer. De ahí que a más de uno le puedan resultar sorprendentes algunos episodios de la Blancanieves, de Preljocaj, que se remonta al original cuento de los hermanos Grimm, desdeñando la visión cortada y edulcorada del padre de Mickey Mouse. Y es que Disney, tan intensamente colocado en las mentes, hace que por contraste y sin advertirlo luzcan más urgentes y descomedidas las nuevas versiones de cualquier cuento de hadas en puntas, sean de la filmografía de la marca o no. Verbigracia, dos versiones de El lago de los cisnes, una del irreverente creador belga Jan Fabre para el Ballet de Flandes, con un ojo de búho en amenazante e inmensa proyección y graznidos de ave nocturna que dieron clima aterrador a un príncipe con inclinaciones incestuosas; otra del alemán Raymond Hoghe, el que fuera dramaturgista de Pina Bausch, convertida en dueto mínimo que rasaba desigualdades físicas.
En cuanto a trasgresión pura, no hay tal. Quizá otras experiencias que no son las dominantes culturales: readecuación, ajustamiento temporal, práctica de una libertad que permite leer otros trasfondos de los textos y obras, cierto dolor de vivir la actual decadencia de todas las épocas y la pérdida de un orden y sentido central. La evidencia consiste en que en cada experimento nuevo ha visto a los clásicos llevados al trastorno de sus formas estereotipadas sólo para que vuelvan un poco a sí mismos y al tiempo, con otros modales y problemas, con acierto o desatino. La mutación es justicia.
Blancanieves del Ballet Preljocaj puede verse en el Teatro de la Maestranza de Sevilla los días 9 y 10 de junio
Por Edgar Alfonzo-Sierra
La sombra es la clave. "Un cuento de hadas es como un hogar tranquilo, pero en cuya puerta está escrito: ¡Ten cuidado! Todos tienen algo en común: princesas, brujos, parejas reales, príncipes, buenos y malos. Pero cada cuento de hadas tiene también algo totalmente propio, un punto oscuro donde pasa algo inexplicable". Así hablaba hace 10 años Mats Ek, coreógrafo sueco que ha trepanado el cráneo mismo del ballet con una trilogía de piezas, creadas en los ochenta, en las que Giselle es reclusa de un manicomio, La bella durmiente vive entre violencia y drogas, y El lago de los cisnes, tan grácil y femenino, está integrado por un pelotón de hombres.
Desde las dos últimas décadas del siglo pasado se acude a un comportamiento escénico que perturba los códigos narrativos, formales y técnicos con los que el discurso de los clásicos del ballet han sido conocidos. Las magias instituidas en su lenguaje han sido contradichas en los términos de los tiempos en curso y el cuento de hadas (o fábula o leyenda mítica) inspirador es hoy una zona comanche, problemática y tóxica, caldo de cultivo de otras especies mutantes. Y aunque sobreviven las anteriores, muchas hadas han ido perdiendo sus alas de libélula.
No perdamos de vista el entorno. Las realidades que se vienen yuxtaponiendo e interactúan desde el siglo pasado hasta hoy son complejas, diversas, críticas, altamente contrastantes, si no radicalizadas. Y en este estado general de las cosas, desorientado e inestable, asistimos a un conflicto interactivo de imágenes antiguas y contemporáneas que no debe ser desdicho, que es parte del sistema nervioso que nos compone y que lleva a nuevos resultados y crisis. Un conflicto de modelo kafkiano, mutante, que convierte a unas en otras: a partir de contornos menos notados de las viejas y aéreas líneas que definían o torneaban la realidad, se trazan efigies nuevas, a veces crueles y casi siempre raras.
Así el caso del ballet y de sus grandes obras. Por eso, ni Giselle, ni El lago de los cisnes, ni La bella durmiente, ni ninguno de sus títulos cardinales tienen una fecha de caducidad. La historia no caduca porque no es sólida ni inmóvil. Es historia porque vive aquí mismo alimentándose de un pasado que es constantemente incidido por un presente (tecnológico y científico, ideológico, artístico e investigativo) que lo redimensiona y cambia. De aquí que los grandes títulos del ballet no pueden mantenerse exclusivamente en la condición meramente formal (y probadamente idealizada) de sus orígenes, como Torres de Babel aisladas y extemporáneas.
Giselle invertida
Si bien la imagen de una legítima Giselle romántica de estreno en cualquier urbe tiene un doloroso –y necesario– sentido de contraste con el mundo actual, creadores con astuto sentido del momento lo advierten y lo evidencian en sus propios dispositivos escénicos con fines re-interpretativos que invierten la construcción de una obra tradicional y tocan o realzan otros de sus fondos posibles o menos manifiestos. En sí, las nuevas lecturas con todos sus gritos y a veces estridencias, son también un hecho intestino de la tradición, comparten con la institución clásica y son indisolubles a ella.
Ek lo tiene claro: "Tengo urgencia en contar historias. Todos somos portadores, mediadores y víctimas de una gran herencia cultural que incluye mitos, leyendas y cuentos de hadas. Pero nos son tan familiares que no reparamos en ellos. El acto de releerlos, de descubrir sus aspectos obvios, desmenuzarlos, saborearlos y recrearlos, es decir, tomárselos en serio, es para mí algo lleno de sentido". Su reinvención trasgresora de una Giselle loca ya tiene aires de clásico del siglo pasado y acaba de ser repuesta con éxito por el Ballet de la Ópera de Lyon. Con Ek coincide el británico Matthew Bourne, director del colectivo New Adventures y autor de una versión masculina y homosexual de El lago de los cisnes (anunciada al final del filme Billy Elliot, de Stephen Daldry, 2000), así como de un Cascanueces que entiende de conciencia social. Bourne, que ha adaptado a su danza Eduardo Manostijeras y acaba de estrenar su versión de El retrato de Dorian Gray, distingue a los grandes ballets por sus temas, para él sencillos, pero potentes y universales: "Crean extensos cimientos para el desarrollo de nuevas ideas y para que yo pueda crear mi propia versión del argumento, basada en los temas conocidos del original".
Esta práctica, aunque más tímida, ha tocado suelo español en, entre otros, Iker Gómez con La danza del cisne, una especie contemporánea de ballet en miniatura con música que alteraba sus referencias axiomáticas: El lago de los cisnes de Tchaikovsky y El cisne de Saint-Saens; Emilio Aragón con una Blancanieves en alianza con Tamara Rojo más apegada al códice que la novísima versión del francés Angelin Preljocaj, que con sus trajes de Jean Paul Gaultier llega esta temporada a Sevilla después de su paso por la Bienal de Lyon; el catalán anclado en Suiza Cisco Aznar que, desde el Centro Coreográfico Galego, propone una Giseliña gallega que actualmente gira por España y, entre otros, el catalán David Campos con su novísima La bella durmiente que promete multimedia y estructura cinematográfica, un poco en consonancia con la versión techno de Giselle presentada recientemente en España por Garry Stewart y el Australian Ballet, titulada simplemnte G.

El punto oscuro
No escapan los clásicos del ballet a una noción que los describe como “grandes relatos”, proyectos o utopías cuya finalidad fue legitimar, dar unidad y fundamentar las instituciones y las prácticas sociales y políticas, las legislaciones, las éticas, y las maneras de pensar. De ahí el uso, formas y atribuciones dados a posteriori a sus narraciones primigenias. Es así que, en casos, la mirada de los autores contemporáneos no ha sido más que la porfía por lograr la originalidad esencial de la pieza, una fidelidad mayor hacia la inspiración primera que animó su dramaturgia, la recuperación del punto oscuro que hipnotiza a Mats Ek.
Así aparece una suerte de método –aleatorio como la creación- que con intención, a su modo filológica, se aplica a estas grandes obras para reconstruirlas, fijarlas e interpretarlas según –eso sí- la sensibilidad actual que es más próxima a la de sus inicios: una especie de dramaturgia de las densas sombras que los clásicos ocultan, una vocación opuesta al cuento de hadas impreso en la cultura popular del siglo XX por Walt Disney, maquinaria que despojó a estos relatos de su tragedia genuina, su morbo, en fin, de la sombra que pretendían iluminar, comprender o sencillamente padecer. De ahí que a más de uno le puedan resultar sorprendentes algunos episodios de la Blancanieves, de Preljocaj, que se remonta al original cuento de los hermanos Grimm, desdeñando la visión cortada y edulcorada del padre de Mickey Mouse. Y es que Disney, tan intensamente colocado en las mentes, hace que por contraste y sin advertirlo luzcan más urgentes y descomedidas las nuevas versiones de cualquier cuento de hadas en puntas, sean de la filmografía de la marca o no. Verbigracia, dos versiones de El lago de los cisnes, una del irreverente creador belga Jan Fabre para el Ballet de Flandes, con un ojo de búho en amenazante e inmensa proyección y graznidos de ave nocturna que dieron clima aterrador a un príncipe con inclinaciones incestuosas; otra del alemán Raymond Hoghe, el que fuera dramaturgista de Pina Bausch, convertida en dueto mínimo que rasaba desigualdades físicas.
En cuanto a trasgresión pura, no hay tal. Quizá otras experiencias que no son las dominantes culturales: readecuación, ajustamiento temporal, práctica de una libertad que permite leer otros trasfondos de los textos y obras, cierto dolor de vivir la actual decadencia de todas las épocas y la pérdida de un orden y sentido central. La evidencia consiste en que en cada experimento nuevo ha visto a los clásicos llevados al trastorno de sus formas estereotipadas sólo para que vuelvan un poco a sí mismos y al tiempo, con otros modales y problemas, con acierto o desatino. La mutación es justicia.
Blancanieves del Ballet Preljocaj puede verse en el Teatro de la Maestranza de Sevilla los días 9 y 10 de junio