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`Dido y Eneas´ de Sasha Waltz & Guests
Publicado en SusyQ, Revista de Danza. Núm. Julio-Agosto 2008
Dido soprano baila su aria hasta morir
Texto: Edgar Alfonzo-Sierra
Foto: Sebastian Bolesch
Texto: Edgar Alfonzo-Sierra
Foto: Sebastian Bolesch

El chapuzón estalla. Con este chasquido de agua emergen en la sala los sonidos de Dido y Eneas. Un joven de torso desnudo ha acuchillado el contenido líquido de un inmenso acuario con su cuerpo. Como pez humano juguetea con su pareja. La visión tiene cualidades de composición pictórica. De óleo móvil.
No es un acaso la presencia del agua al inicio de esta ópera, ni baladí el nadar de los dos seres. Cártago (hoy Túnez), ciudad de dos puertos donde sucede el relato, es un enclave de mar e historia antigua. Allí la reina local, Dido, vivirá el amor, su fractura y la muerte propia. El viento en velas para la tragedia es su pasión por un príncipe troyano, Eneas, pieza de un destino épico que la excede y excluye: fundar Roma.
Dido y Eneas es un raro botón de rosa en la obra de Henry Purcell, ópera cumbre del barroco británico y, se dice, morada de una de las arias más hermosas creadas en el universo lírico: When I am Laid in Earth, una chacona conocida como El lamento de Dido. La coreógrafa alemana Sasha Waltz releyó en esta ópera, que irrumpe como una de las atracciones más llamativas del Festival Grec catalán, el regusto barroco por una danza y un canto indisociables. Si bien filólogos de la música objetan tal relación en óperas británicas del periodo y la reconocen como mayor atributo del barroco francés, el acercamiento de Waltz al género a través de esta pieza coincide con un detalle del nacimiento mismo de Dido y Eneas: el director escénico que la estrenó en 1689 en Chelsea, Londres, fue un hombre de danza, el coreógrafo y bailarín Josias Priest.
Así justificada, Sasha Waltz buscó desarrollar en su comprensión de Dido y Eneas una experiencia: el sonido como voz del movimiento, como vibración espiritual del cuerpo activo. Waltz compone pictóricamente una ópera de sustrato coreográfico y la hace en muchos momentos, en aquellos lejanos de la tragedia, un juego de alegres vidas. El coro (el Vocalconsort Berlin), los cantantes solistas y su elenco de bailarines recuerdan aquel movimiento del agua del inicio del espectáculo: agua que canta acompañada por la Akademie für Alte Musik de Berlín.
Quizá de lo más interesante y aparentemente simple que haya en la obra sea ese intento de continuidad, la integración de artistas vocales y danzantes en desplazamientos e interpretaciones, en frases coreográficas que terminan dotándolos de una misma identidad. Con el transcurso de la pieza, unos y otros se confunden. En lo posterior poco se discierne o poco importa quién es bailarín y quién cantante, muy a pesar de las diferencias de sus cuerpos.
El resultado es una obra traslúcida, líquida, que une calidades de movimiento y sonido en el dulce regocijo de una partitura barroca. Aquí Sasha Waltz aparece como una artista que dibuja animación lúdica en la escena, hábil y atenta a la composición visual y gestual de grupos humanos, que no medró en proponer bailarines como réplicas de los cantantes protagonistas. Así hay Didos y Eneas no en un solo cuerpo. Es una obra de multiplicaciones que busca recordar esa dimensión sutilmente material del sonido.
Al desembocar en el Lamento de Dido, el aria crucial de la pieza, Waltz obsequia una metáfora. La protagonista muere sumergiéndose literalmente en sí misma. En la versión de estreno, vista en 2005, a cargo de la soprano caribeña Aurore Ugolin, dotada de un cuerpo soberbio y encabritado de teatralidad, Dido avanza en escena con una de las cabelleras más crecidas de la historia clásica. La melena se arrastra en los suelos y su portadora canta su infortunio. Pero también baila a un punto expresionista. Sumerge sus dedos en una pelambre en la que se pierde y se envuelve para no escapar y lapidarse. La voz languidece: amante, dulce, bellísima. Es el crepúsculo de una reina que con velocidad de humo se irá tornando en irreversible y extraño ovillo de penurias. Una sepultura capilar con últimos rastros de voz que finalmente dejan de moverse. Canto y danza serán un mismo cadáver.
Dido y Eneas se vio en el Teatre Nacional de Catalunya del 11 al 13 de julio dentro del Grec.
No es un acaso la presencia del agua al inicio de esta ópera, ni baladí el nadar de los dos seres. Cártago (hoy Túnez), ciudad de dos puertos donde sucede el relato, es un enclave de mar e historia antigua. Allí la reina local, Dido, vivirá el amor, su fractura y la muerte propia. El viento en velas para la tragedia es su pasión por un príncipe troyano, Eneas, pieza de un destino épico que la excede y excluye: fundar Roma.
Dido y Eneas es un raro botón de rosa en la obra de Henry Purcell, ópera cumbre del barroco británico y, se dice, morada de una de las arias más hermosas creadas en el universo lírico: When I am Laid in Earth, una chacona conocida como El lamento de Dido. La coreógrafa alemana Sasha Waltz releyó en esta ópera, que irrumpe como una de las atracciones más llamativas del Festival Grec catalán, el regusto barroco por una danza y un canto indisociables. Si bien filólogos de la música objetan tal relación en óperas británicas del periodo y la reconocen como mayor atributo del barroco francés, el acercamiento de Waltz al género a través de esta pieza coincide con un detalle del nacimiento mismo de Dido y Eneas: el director escénico que la estrenó en 1689 en Chelsea, Londres, fue un hombre de danza, el coreógrafo y bailarín Josias Priest.
Así justificada, Sasha Waltz buscó desarrollar en su comprensión de Dido y Eneas una experiencia: el sonido como voz del movimiento, como vibración espiritual del cuerpo activo. Waltz compone pictóricamente una ópera de sustrato coreográfico y la hace en muchos momentos, en aquellos lejanos de la tragedia, un juego de alegres vidas. El coro (el Vocalconsort Berlin), los cantantes solistas y su elenco de bailarines recuerdan aquel movimiento del agua del inicio del espectáculo: agua que canta acompañada por la Akademie für Alte Musik de Berlín.
Quizá de lo más interesante y aparentemente simple que haya en la obra sea ese intento de continuidad, la integración de artistas vocales y danzantes en desplazamientos e interpretaciones, en frases coreográficas que terminan dotándolos de una misma identidad. Con el transcurso de la pieza, unos y otros se confunden. En lo posterior poco se discierne o poco importa quién es bailarín y quién cantante, muy a pesar de las diferencias de sus cuerpos.
El resultado es una obra traslúcida, líquida, que une calidades de movimiento y sonido en el dulce regocijo de una partitura barroca. Aquí Sasha Waltz aparece como una artista que dibuja animación lúdica en la escena, hábil y atenta a la composición visual y gestual de grupos humanos, que no medró en proponer bailarines como réplicas de los cantantes protagonistas. Así hay Didos y Eneas no en un solo cuerpo. Es una obra de multiplicaciones que busca recordar esa dimensión sutilmente material del sonido.
Al desembocar en el Lamento de Dido, el aria crucial de la pieza, Waltz obsequia una metáfora. La protagonista muere sumergiéndose literalmente en sí misma. En la versión de estreno, vista en 2005, a cargo de la soprano caribeña Aurore Ugolin, dotada de un cuerpo soberbio y encabritado de teatralidad, Dido avanza en escena con una de las cabelleras más crecidas de la historia clásica. La melena se arrastra en los suelos y su portadora canta su infortunio. Pero también baila a un punto expresionista. Sumerge sus dedos en una pelambre en la que se pierde y se envuelve para no escapar y lapidarse. La voz languidece: amante, dulce, bellísima. Es el crepúsculo de una reina que con velocidad de humo se irá tornando en irreversible y extraño ovillo de penurias. Una sepultura capilar con últimos rastros de voz que finalmente dejan de moverse. Canto y danza serán un mismo cadáver.
Dido y Eneas se vio en el Teatre Nacional de Catalunya del 11 al 13 de julio dentro del Grec.